Con los ojos cerrados allí estaban, parados. Con sus manos entrelazadas apretándose con fuerza para sentir que los dos seguían allí y dieron unos pasos al frente. El frío les recorrió el cuerpo desde los pies hasta la cabeza, sabiendo que por el camino, se les quedaría helado el corazón. No imaginaban que sentirían unas finas agujas clavándose en su piel, dejando tatuadas en tinta de sal, las gotas de ese mar de invierno. Miles de recuerdos recorrieron su mente, desde la infancia hasta ese mismo verano en el que por primera vez, disfrutaron del mecer de las olas juntos. Inmóviles, cada uno pensó en su propia despedida. Un poema improvisado que surgía de cada una de las lágrimas que sin querer brotaban de su alma. No pensaban que sería tan duro y sin embargo sabía que tampoco sería fácil. Una dulce melodía les susurraba en los oídos y la memorizarían hasta llegar a recitársela en la lejanía. Abrieron los ojos y se perdieron en el infinito… no veían nada, el inmenso espacio que ante ellos se abría les impedía mirar más allá del horizonte. La humedad se iba clavando poco a poco en sus huesos y sentían un frío que ya conocían: el de la despedida. Sin embargo allí siguieron, haciendo de ese instante una eternidad para sus recuerdos y recrear en una fotografía invisible, la imagen de ese gris pesado y plomizo. El aire les llenaba la cara de miles de gotitas saladas que se quedaban posadas sobre sus mejillas sonrojadas por el frío. Iban y venían… iban y venían… las olas siempre volvían a sus pies descalzos en la orilla, ya hundidos hasta los tobillos. Unos pies que se aferraban a todos y cada uno de los gratitos diminutos que el mar había traído con las mareas siglos atrás. Él contaba: uno, dos y tres… y el agua cada vez llegaba más alto. Ella sin embargo, sólo pensaba en lo inmenso que era y lo pequeña que le hacía sentirse. En esta ocasión ellos se iban como las olas, pero también volverían. No al contar hasta tres, pero volverían. Porque ése era su hogar y era su única forma de vivir su fututo. Ahora, con sus pies hundidos en esa playa ya lo sabían: allí echarían sus raíces, plantados a la orilla de un mar tranquilo y sereno cuna de historia y civilizaciones. Y con las manos aún cogidas igual de fuerte que en el primer instante, respiraron lo más profundamente que la presión que su pecho sentía les permitió. Dejaron pasar hasta sus entrañas ese olor a salitre y tempestades, a velas rotas y alquitrán. Retuvieron, por unos instantes que pretendían ser eternos, el mar en sus pulmones. Y entonces empezaron a soplar, muy lentamente, poco a poco como si no quisieran dejarlo salir de su interior. Su última gota de aire se la guardaron para mirarse. No decían nada, sus ojos hablaban las palabras que su corazón sentía y sus labios no podían pronunciar, para que nunca llegara a salir de sus pulmones, ese último respiro de sal.

Comments (2)

On 11:00 p. m. , Anónimo dijo...

Perpleja y alucinada me he quedado delante de la pantalla leyendo...
Un beso guapi!

 
On 12:03 p. m. , Norma dijo...

Me alegro y espero que haya sido para bien tu alucine... qué tal el curro? Muy estresada? Nos vemos esta semana? Yo salgo a las 8.30...